En el Museo Romántico, una de las sedes del Museo Histórico Nacional, en Montevideo, se exhibe parte del servicio de mesa de Andrés Lamas (1817-1891), hombre de estado, abogado, periodista, historiador y coleccionista. Fue Jefe Político de Montevideo y fundador del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay en 1843, integrante de la Asamblea de Notables en 1846 y Ministro Plenipotenciario de la república ante el gobierno del Brasil. Desarrolló también actividades empresariales, destacando su participación en la extensión de la telegrafía en el Río de la Plata.
Las piezas de porcelana blanca, con filetes y detalles en verde y oro, llevan las iniciales de su propietario, “A. L.”, bajo una corona de palma. En el siglo XIX fue una práctica habitual de los sectores adinerados exhibir el nombre o el monograma del o de los propietarios, a veces incluso sus retratos, en la loza y la cristalería, una forma de señalar la propiedad de los objetos en el marco del capitalismo y del predominio de la burguesía, costumbre que indicaba asimismo el refinamiento y el estatus de sus propietarios.
Este servicio de mesa fue encargado personalmente por Lamas, ya que la fábrica debió añadir al diseño y a la decoración de las piezas, las iniciales por pedido. Se ocupó de realizar la compra y enviarla a Montevideo Melchor Pacheco y Obes (1809-1855), quien en 1849 se encontraba en París, ya que había sido designado Ministro Plenipotenciario de la república en Francia. La adquisición se hizo en la casa Chapelle- Maillard, establecimiento instalado en el Boulevard des Italiens Nº 19.
Esta casa fue premiada con medalla de bronce en la exposición de la industria francesa, en 1844. En el libro Exposition des produits de l´industrie française en 1844. Rapport du jury central, se detalla:
Médailles de bronze.
M. Chapelle Maillard, à Paris, boulevard des Italiens, 19.
M. Chapelle Maillard s´était distingué à l´exposition de 1839 pour la beauté et l´ornement des cristaux et des porcelaines pour lesquels il a obtenu le rappel de la mention honorable qui lui avait été accordée en 1834.
Depuis cette époque, M. Chapelle Maillard a fait des progrès dans l´ornementation de ses cristaux et de ses porcelaines.
Le jury lui accorde une médaille de bronze.1
Inicialmente la manufactura de porcelana pertenecía a Mme. Maillard, quien se asoció a Chapelle, figurando ambos nombres en el Almanach du Comerce de 1840.
De acuerdo a las fuentes consultadas, el establecimiento estuvo en actividad hasta mediados del siglo XIX. Dado que las piezas llevan al dorso el sello del establecimiento con indicación de la premiación obtenida en la citada exposición, y que Pacheco y Obes arribó a París en 1849, podemos datar el juego en la última década de actividad de la casa Chapelle, entre 1844 y 1855. Lo confirma la documentación conservada en el museo: este juego fue solicitado en 1849.
El museo exhibe actualmente las siguientes piezas:
Se trata de un pequeño grupo de objetos que formaban parte del amplio juego de vajilla de Lamas y su esposa, Telesfora Somellera. En las recepciones sociales, la burguesía europea había hecho del almuerzo y de la cena un ritual detalladamente pautado y sensorialmente atractivo, práctica que fue asimilada por el patriciado montevideano. La amplia diversidad de piezas se adecuaba a los distintos alimentos, carnes, vegetales, huevos, frutas, salsas, etc., y a los distintos platos servidos. La publicidad muestra la permanencia del uso de estos grandes juegos de vajilla, que alcanzaban al centenar de piezas, hasta el siglo XX.
Las mesas se completaban con cubertería y centros de mesa de plata, otro metal o porcelana. La riqueza culinaria y de menaje de la burguesía a mediados del siglo XIX fue descripta por Emilio Zola (1840-1902) en su novela La jauría, en los siguientes términos:
El comedor era una vasta pieza cuadrada, cuyos revestimientos de peral ennegrecido y barnizado llegaban a la altura de un hombre, adornados con delgados filetes de oro. Los cuatro grandes paneles habían debido de ser preparados para recibir pinturas de bodegones, pero habían quedado vacíos, pues sin duda el propietario del hotel retrocedió ante un gasto puramente artístico. Se limitaron a tapizarlos con terciopelo verde oscuro. El mobiliario, las cortinas y los portiers, de la misma tela, daban a la estancia un carácter sobrio y grave, calculado para concentrar en la mesa todos los esplendores de la luz.
Y en ese momento, en efecto, en medio de la ancha alfombra persa, de tintas oscuras, que ahogaba el ruido de los pasos, bajo la cruda claridad de la araña, la mesa, rodeada de sillas cuyos respaldos negros, con filetes de oro, la enmarcaban con una línea oscura, era como un altar, como una capilla ardiente, donde, sobre la blancura deslumbrante del mantel, ardían las llamas claras de los cristales y de las piezas de la cubertería…
Forzosamente los ojos volvían a la mesa, se llenaban con aquel deslumbramiento. Un admirable centro de plata mate, cuyas cinceladuras relucían, ocupaba el medio; era una banda de faunos que raptaban a unas ninfas; y por encima del grupo, saliendo de un ancho cuerno, un enorme ramo de flores naturales caía en racimos. En los dos extremos, unos jarrones contenían igualmente ramos de flores; dos candelabros, emparejados con el grupo del centro, hechos cada uno de un sátiro corriendo, que llevaba en uno de sus brazos una mujer desmayada, y sujetaba con otro un hachón de diez velas, sumaban el brillo de sus bujías al resplandor de la araña central. Entre estas piezas principales, los calientaplatos, grandes y pequeños, se alineaban simétricamente, cargados con el primer servicio, flanqueados por conchas que contenían entremeses, separados por cestas de porcelana, jarrones de cristal, platos llanos, fruteros repletos, que contenían la parte de los postres que estaba ya en la mesa. A lo largo del cordón de los platos, el ejército de los vasos, las jarras de agua y vinos, los pequeños saleros, todo el cristal de servicio era fino y ligero como muselina, sin una cinceladura, y tan transparente que no daba la menor sombra. Y el centro de mesa, las grandes piezas, parecían fuentes de fuego, a lo largo del bruñido flanco de los calientaplatos corrían destellos; los tenedores, las cucharas, los cuchillos de mango de nácar, formaban rayas de llamas; arco iris encendían los vasos y, en medio de esta lluvia de chispas, en esta masa incandescente, las jarras de vino manchaban de escarlata el mantel calentado al rojo blanco.2
También las normas sobre como servir la mesa imperaban en Montevideo, imitando las costumbres de la vieja Europa. La cocinera oriental, un pequeño libro de recetas de 1917, contiene una introducción titulada “Manera de preparar y servir la mesa”, donde se verifica la permanencia de las costumbres decimonónicas en las primeras décadas del siglo XX:
Poco antes de la hora establecida para servir el almuerzo o cena, debe ponerse la mesa. Los manteles y servilletas han de estar limpísimos, cambiando aquellas que tuvieran una sola mancha. Se extenderá muy bien el mantel, evitando las arrugas. En el sitio de cada persona se colocará un plato, y delante de él la servilleta que le corresponde. Al costado derecho se pondrá una copa sobre una servilletita o carpetita de tela suave, el cuchillo y la cuchara de sopa, y a la izquierda el tenedor con las puntas de los dientes hacia arriba.
Los platos, bien repasados, se colocarán en pilas encima de la mesa de trinchar, de donde los irá alcanzando la sirvienta, si la hubiere, a medida que se necesiten. Todo lo que sea pequeño, como vasos, cubiertos, saleros, aceitera y demás, se llevará desde el aparador a la mesa en bandeja, y se repasarán con un paño limpio antes de colocarse en su lugar.
Los platos y cubiertos de postre se tendrán también prontos en el trinchante. Habrá distribuidos en la mesa varios pequeños saleros, al alcance de los comensales.
Lo mismo diremos de las jarras de agua y botellas de vino: se pondrán dos o tres, según el número de personas que se sentarán a la mesa.
Se colocarán panecillos pequeños, uno delante de cada persona, o bien, partido, en una panera que se colocará en el centro de la mesa. Se distribuirán flores en la mesa, sea poniendo un ramo en el centro o uno en cada cabecera. Esto hará que la mesa presente un aspecto agradable, por más sencilla que sea la comida.
Las ensaladas se tendrán preparadas antes de llevarlas al comedor, y los fiambres, así como aves enteras o asados, se trincharán también antes de presentarlos en la mesa.
Asimismo se colocarán en la mesa las compoteras o fruteras que tengan el postre que se tomará.
El servicio de café o té que se ha de tomar después de las comidas, se tendrá en una bandeja, y en el momento de servirlo se colocará frente a la dueña de casa, poniendo las tazas a la izquierda y la cafetera a la derecha.
Si hay sirvienta, ha de estar muy atenta, por si alguno necesitase algo; se colocará detrás de la dueña de casa y alcanzará los platos en una bandeja, por el lado izquierdo de cada persona.
Los platos sucios se irán quitando de dos en dos y procurando hacer el menor ruido posible. Antes de servir el postre se quitarán los vasos, los pedazos de pan que han sobrado, los saleros y todo aquello que no se necesita ya. El café se servirá en tazas pequeñas.
La sirvienta será muy aseada, tanto en su persona como en la ropa; llevará, mientras sirve la mesa, un delantal bien blanco.
Los apuntes anteriores se refieren a una comida de familia o de diario; tratándose de pequeños banquetes o grandes comidas, he aquí cómo se procede:
Con anticipación se formará el menú, y al poner la mesa se colocarán en ella adornos de cristal, plata y flores naturales. Delante de cada plato, en el sitio de cada uno de los comensales, se colocarán un pequeño menú y un ramillete elegante y fragante. Se colocarán compoteras, fruteras conteniendo los diversos postres, y en el centro de la mesa, de una a otra cabecera, irá un rico sendero.
Al costado derecho de cada comensal habrá tres o cuatro copas para los distintos vinos, y un panecillo enfrente. Habrá dos o tres sirvientes para hacer el servicio.
Todo se presentará trinchado, colocándose el sirviente a la izquierda del comensal.
Las fruteras estarán bien arregladas, colocándose las frutas en pirámide, e intercalando entre ellas hojas verdes, lo que adorna y da un lindo aspecto a la frutera. Pueden ponerse también canastillos de fruta de la estación, intercalando pequeños ramilletes, que se reparten después de las comidas entre las señoras.3
En la misma vitrina donde se exhibe la vajilla de Andrés Lamas, pueden verse piezas de cristalería y platería, como los “Pickle casters”, frascos para escabeches, los “Tilting ice water”, que conservaban el agua fría en la estación calurosa, en tiempos en que no había refrigeradores, copas y vasos, juegos de té y café, que permiten visualizar el refinamiento de los sectores altos de Montevideo a la hora de servir la mesa.
Texto realizado por el Lic. Ernesto Beretta García.
(1) Exposition des produits de l´industrie française en 1844. Rapport du jury central, Tome Troisième, Paris, Imprimerie de Fain et Thunot, 1844, pp. 224 y 225.
(2) Emilio Zola, La jauría, Madrid, Alianza Editorial, 1981, pp. 31 y 32.
(3) María del Carmen Pérez, La cocinera oriental, Montevideo, Imprenta artística de Juan J. Dornaleche, 1917, pp. 7-9.